EL LIBRO DE LOS RIOS

El libro
de los ríos



Déjame hundir las manos que regresan
a tu maternidad, a tu transcurso,
río de razas, patria de raíces,
tu ancho rumor, tu lámina salvaje
viene de donde vengo,
de las pobres y altivas soledades
de un
secreto como una sangre,
de una silenciosa madre de arcilla.

Pablo Neruda. Los ríos acuden.



El proyecto “Libro de los ríos”

Este proyecto de lectura y escritura creativas se inició como una experiencia transversal en las áreas de Humanidades y Lengua Castellana, Ciencias Sociales y Educación Estética.

El primer paso fue una consulta realizada por los estudiantes sobre el tema general: los ríos del mundo. Allí encontramos datos maravillosos sobre los nombres fantásticos de los ríos, los animales nunca imaginados, los legendarios seres del río, entre muchos conocimientos que despertaron en todos el interés y la imaginación.

Posteriormente vino el momento de escribir para los niños y jóvenes, presentándoles de manera atractiva la información por ellos mismos compilada. Así nacieron capítulos como “Los nombres de los ríos”, “Fantásticos seres del río” y, especialmente, “Ríos de la imaginación”, el apartado que más oportunidades creativas ofreció.

La apropiación a través de la lectura estuvo íntimamente relacionada con la expresión estética a través de ilustraciones en que los niños usaron técnicas y materiales diversos: vinilo, témperas, lápices de color, plastilina, entre otros.

Otros ríos fluyeron en la imaginación de los participantes, llegado el momento de la creación; de esa manera surgieron mágicos caudales, productos multicolores del pensamiento lúdico y creativo de niños y jóvenes.

Finalmente, es preciso decir que el Libro de los ríos es vertiente que agradece las aguas que lo alimentan. Primero fue la curiosidad de los niños de la ciudadela de Juan Atalaya; ella formó el ojo de agua. Sin presentirlo, vino desde China a compartir su nombre Shui Jing Zhu, el libro de los muchos ríos que fundaron el Yang Tzé-Kiang, escrito por Li Daoyuan en el siglo V de nuestra era. De la poesía, por supuesto, es tributario este escrito y del Libro de las ciudades, soñado, construido y contemplado por Celso Román.

De lo que puede ser un río

Un río es un árbol; en sus ramas, o tal vez en sus raíces, tiene ojos de agua. Árbol al revés, árbol caído, viene de lo alto y va hacia lo profundo. Sus frutos son puertos en la memoria, ciudades blancas, y juega el río con el orgullo de murallas que protegían esas ciudades. Tiene flores también, y ellas pueden ser animales muertos, largas embarcaciones como rosas de peces; raíces gigantescas como florecillas inmortalizadas en las manos del mundo.

Todo ser humano puede iniciar su historia con el nombre de un río, y luego nombrar su vida como un caudal que no se detiene mientras lo pretende aprisionar en su relato. Insignificante afluente del mundo, el hombre desemboca al nacer y al morir.

Un río siempre es un viaje, sea que uno pertenezca a esa vía fluvial, o siga el mismo destino de las aguas. Sea que uno quiera saltarlo porque desee olvidarse de la ribera de siempre. Un río sabe tanto de despedidas como sus viajantes.

Procesión, barca pequeña, flecha perdida o la punta de una flecha perdida en el corazón de la selva, el río es, por supuesto, la “herida y la sangre que se pierde por la herida”.

Siempre igual a sí mismo, aunque agostado, aunque seco, el cuerpo del agua se sabe ante todo huella, y su memoria puede ser violenta.

Con seguridad, Heráclito el Oscuro sólo vio su sombra dividida en los cristales del río, vio los colores opuestos de los peces desde el engañoso mundo de arriba, si tal mundo es posible, si existe realidad fuera del río.

Fundadora de ciudades de peces, la corriente es mano de alfarero, golpe furioso sobre la piedra, constante esmeril de siglos.

Se han borrado civilizaciones fluviales, primeros frutos del Tigris y del Éufrates, del río Amarillo, Indo y Ganges. Se han perdido sus mapas y sus exploradores, pero los ríos siguen siendo señales.

Hermosos artefactos flotaron sobre la piel del agua; otros, si no hermosos, terribles. Vapores del Río Grande, dragas amarillas en el Chocó, lanchas erizadas de metralla, telaraña de ríos, veleros extraviados, canoas como arañas de brazos morenos.

Escribir el Libro de los ríos es aprender de sus nombres: tienen uno en su nacimiento, otro en su cauce medio, otro en su desembocadura, y el mar los bebe todos. Cada rama tiene nombre propio, y los nombres de las ramas sumados, y sus caudales sumados, son el tronco de la vida, su nombre y su caudal, y el mar los bebe.

Como Sidartha, todos anhelamos un río junto al cual adentrarnos en la unidad, en la armonía de las cosas. Nuestra vida es fluir desde el nacimiento, y desde antes del nacimiento, y también la muerte es una corriente presurosa.

Escuchemos el río de los astros, la forma inconmensurable de figurarnos el tiempo, nosotros, seres de río y estrellas. Las corrientes suelen ser héroes, dioses, caballos, paredes, señales imborrables, lugares eternos; los seres humanos desembocamos allí en muy corto tiempo. Calculemos las murallas que intentaron detener a los ríos, las montañas falsas y verdaderas que pretendieron amedrentarlos. Un beso bastó para que se desbordaran, arrasaran vidas, hicieran invisibles las orillas.

En ese tumulto de aguas desbocadas, consideremos la violencia del río. Los vientres mordidos de los desventrados, los caballos que flotan como una orgullosa balsa de podredumbre, los árboles que tienen más fuerza que las piedras, y la abundada oscura que oculta a sus muertos. Conservemos la instantánea del gallinazo rey, capitán de naufragio.

La realidad de mil rostros, el mismo pensamiento confundido ante tantas puertas es a veces un torrente donde nada puede distinguirse, como no sea un cuerpo colosal, una realidad líquida que contiene todos los seres y movimientos. Vamos, sin orden, de los animales del río a los puertos, tumulto de gritos que escapan del río y tienen su cauce en infinitos cuerpos, tantas ansias que se tornan ininteligibles.

Ya era ésta una empresa aterradora antes de considerar los naufragios, la belleza de habitaciones negras y azules, los valses de los muertos, la hinchazón de los danzantes, ahora de boca en boca, de vida en vida entre los peces.

En el Libro de los ríos ha de hacerse cuenta del lujo y los tesoros, de los espejos en que la piedra se mira, y reflexionar acerca de la semilla y la sed, que una a otra se necesitan en todos los seres que florecen. También en el sonido sordo, aquel que nos mantiene confiados en el camino, de camino, aunque el río haya muerto hace tiempo para nosotros.

Los meandros son letras dibujadas por dedos húmedos, mensaje que puede leerse en todas las superficies, y aun bajo la piel, en ese río invisible que nos recorre, nos mueve y nos abraza.

El libro debe hacer el inventario de los niños que caen al río y salen sonriendo, de los que tardan siglos en recobrar su sonrisa, y, por supuesto, de las bañistas desnudas que germinan a la luz del sol y de los ojos. Palpemos la corriente: es un tejido de peces, rocas y árboles de arena en que los pájaros contemplan sus nidos a salvo. No se puede menos que detallar a sangre, lágrimas y simiente, y la íntima relación entre la luz y el agua.

Preguntemos a todos por sus ríos, especialmente a quienes hace poco navegan; soñemos ríos subterráneos u olvidados, atendamos a esas barcas que hoy se acercan a nuestra orilla; sigamos al agua que cae, impetuosa, o se desliza en silencio entre laberintos de raíces, arena o mar; entre laberintos de nubes y tiempo, hasta la última estación del olvido.

Los nombres de los ríos

A lo largo de su cuerpo, detentan los ríos muchos nombres, porque son libros de nombres, árboles de ramas señaladas por los efímeros habitantes de las riberas, que buscaron el sabor del río para llamarlo Dulce o Amargo, Salado, para nombrarlo Miel. O preguntaron a sus ojos para darle nombres sencillos, que resultaran fáciles de invocar: Rojo o Verde, Azul y Blanco, Gris, Marrón. Llamaron al río Grande o Pequeño, para darle el tamaño de sus sueños, para aludir a la extensión líquida de sus existencias.

Canoas avanzando por el río Cielo, eso vieron los primeros hijos de América. Cada noche eran idénticos los viajantes que los observaban desde la posición de los dioses. Sentados en los mismos bancos, remeros cintilantes daban forma a sus naves, las adornaban con festones de luz y las poblaban de historias, para que supieran los humanos acerca de lo eterno, de los movimientos que deben contarse en infinitas muertes; tantas, que poco significan para el universo. Entonces dedicaron sus cuerpos de agua a la memoria de la Luna, del Sol y las Estrellas.

Vieron los seres humanos que todo era bueno, todo temblor y movimiento, y bautizaron con regueros de palabras al río Tigre, Sauce, Serpiente y al río Tortuga. Trajeron de la tierra y del cielo al río Pájaro, Montaña y Piedras, y convocaron los ojos profundos de los animales de sus corrales.

Llamaron Muerte al caudal de donde recogieron tantas veces a los seres amados y perdidos; recordaron el coqueteo del fin en alguna ocasión en que las aguas apagaron sus gritos. Pero las corrientes también devolvieron algunos moribundos a las riberas, y allí hicieron florecer ciudades; entonces encontraron justo nombrar al río Vida, o hacer memoria del amor y llamar a la caricia de las aguas María Linda...

Con estos y muchos otros nombres, quiso la humanidad que la telaraña de ríos, que ata a la tierra por dentro y por fuera, fluyera contra el olvido en las líneas azules de sus mapas.

NOTA:

Los nombres mencionados corresponden, entre otros, a los ríos: Rojo (China, Estados Unidos), Verde (España, Estados Unidos, México y Brasil), Azul (China, Guatemala y México), Blanco (España, Honduras y Nicaragua), Negro (Colombia, Venezuela y Brasil), Amarillo (China), Marrón (Argentina), Gris (Colombia), Pequeño (España), Grande (México), Sol (Perú), Luna (España), Estrella (Costa Rica), Muerte (Costa Rica), Vida (Brasil y España), Miel (Colombia, Cuba, España), Piedras (Colombia y Puerto Rico), Dulce (Guatemala y Argentina), Amargo (Bolivia y la antigua Mesopotamia), Salado (Argentina), María Linda (Guatemala), Las Vacas (Guatemala), Pájaro (Colombia y Argentina), Tigre (Ecuador, Perú, Argentina), Montaña (Costa Rica), Tortuga (Venezuela), Serpiente (Estados Unidos), Bueno (Chile), Salmón o río “sin retorno” (Estados Unidos), Turbio (Argentina, Venezuela). La leyenda del río Cielo se atribuye a los indígenas peruanos Shipibo-Conibo.


RIOS DE LA IMAGINACIÓN

Río Pájaros

El río de los Pájaros es silencioso apenas el sol se pone. Pero en cuanto amanece, sus habitantes vuelan hacia las frutas y las semillas; patas rojizas escarban en busca de piedrecillas y orugas. En la superficie todo es urgencia y aleteo y tornasol de plumas.

A veces la mañana encuentra alas arrancadas, exceso de plumas dispuestas con violencia entre las piedras, inequívoca señal de la matanza perpetrada por los gatos del vecindario. También hay esqueletos en la arena, que semejan una desbandada de dinosaurios por la playa.

El lecho es tibio de plumones y huevos azules, de cascarones jaspeados o marmóreos. Huevos de jade, esmeralda y amatista… De todos ellos emergen polluelos grises y torpes, que en pocos días compiten a pinceladas con las flores y las mariposas, con emperadores de rei-nos exóticos.

Brazos del río suelen volar hacia la tarde, siguiendo el calor de las estaciones; millares de aves flotan bajo las nubes en un solo vuelo, hacen ondas y cabriolas como serpentina arrojada hacia el sur. Gracias a esas siluetas puede saberse de la geografía del viento.

Río Huellas

Cuando el cauce nació, el río lo hizo, porque este río es su cauce. Primero vinieron animales pequeños, senderos de hormigas afanadas en transportar árboles a sus agujeros; luego vinieron pisadas temblorosas de herbívoros y roedores, seguidos del rastro afelpado de gatos gigantes, y las huellas de serpientes que se deslizaron, leves, como meandros vivos sobre la hierba.

La piel de la tierra quedó a la vista, el pastizal se retiró, pueblos enteros marcaron el fluir de siglos con sus pasos. Luego fueron sembrando piedras y escalones, y en los lugares sombreados sembraron ciudades, comunicadas por líneas de asfalto… dirigidas todas hacia la ciudad mayor, donde todos los caminos desembocan.

Río Sueño

En los días de infancia, el arroyo que será el río Sueño se nos mezcla con la vigilia, y es difícil descifrar los límites entre la realidad y la fantasía. Porque nada es tan real, tan verdadero como ese caudal sin fondo donde tienen lugar acontecimientos oscuros o maravillosos.

Si uno se anima a desafiar las alturas, en unos instantes podrá deslizarse entre las copas de los árboles sin necesidad de alas; o acaso logre conversar con los muertos, o se pierda en una ciudad de puertas y rostros desconocidos.

Tal vez por la época en que dejamos atrás al niño que nos habitó durante escasos años, cuando nos sentimos solos ante la vida y la muerte, el río nos traiga imágenes de una caída, de una persecución en que somos la presa; tal vez nos salve despertar, trémulos y sudorosos, en alguna habitación de la noche.

Todos necesitamos sondear el río Sueño, abandonarnos en su lecho como en una pequeña muerte cotidiana, recorrer sus países claroscuros, asomarnos a los afluentes del deseo y el miedo. A quien no se lava de su cansancio y su realidad en esas aguas, la locura empieza a rondarlo: soledad de ver el río y no tener descanso, lágrimas a destiempo, angustias que fomentan desórdenes en el alma.

Hay un extraño combate entre la realidad y el río, o a veces un estrecho abrazo, y esa manía de estar haciendo inventario, comparando el caudal primero con los meandros angustiados del curso medio, con las islas desiertas del curso bajo.

Cuando la crecida arrastra pesadillas, saltan desolados durmientes como peces sorprendidos por la red; en cambio, cuando el cauce es quieto, y duran los besos y la alegría, nadie quiere abandonar el agua. Es mejor no hacerlo.

El río secreto de las ciudades

No tiene un rostro conocido, que sea posible señalar o recordar; no tiene un nombre o un cuerpo; sin embargo, cuando las calles están vacías, se siente un fluir y un caudal espeso, poblado de presencias, de cantos de las urbes, y de sus mal cubiertas monstruosidades.

Hay infinidad de arroyos en las ciudades, cadáveres de ríos ultimados por sus habitantes ciegos, rápidos de plástico y escombros, raudales de cartón y acero. Hay prisas, pero en algún momento cesan; no así el río secreto, que empuja historias, nostalgias, antiguas fotografías de cuando tranvías de colores atravesaban jardines y recogían en los corredores niños endomingados.

Suele ser navegable el río secreto en inmediaciones del parque de los enamorados. Largas canoas —selva que flota— o góndolas venecianas, embarcaciones al acomodo de quienes se aman, se deslizan entre insufribles edificios de oficinas, resistiendo el acoso de los vendedores de objetos inútiles, el asalto de piratas y asesinos, de odiadores profesionales de los amantes.

La ignorancia hizo secreto a este río, que no siempre lleva el sentido del tráfico y abandona con frecuencia la premura de los transeúntes, precisamente a esas horas en que se les hace tarde para encontrarse con la felicidad que los esperaba en calma.

Todos van a negar la existencia del río, pero pueden incluirse ciertas preguntas como evidencia: ¿Qué otro líquido sostiene a los ebrios y a los extraviados?, ¿qué esperan los dementes en las avenidas y de dónde obtienen esos peces gris y rosa que asan en los hoteles abandonados?

Río de Fuego

Observa al río de fuego. No puede fluir sino a través del desierto que ha formado con su calor; la tierra de su cauce se derrite en una lava fangosa; de él huyen los árboles, la hierba. Su ardor se calma en cuanto entra en el mar, cuyas aguas entibia kilómetros adentro. Los peces que lo habitan se ven volar a veces, como monedas doradas, flamas instantáneas en cuyas fauces se consumen los insectos que se acercan, teme-rarios, como esas mariposas nocturnas que se lanzan enloquecidas contra el imán luminoso de su caudal. Y de los ahogados apenas quedan las cenizas en la orilla, y acaso unos huesos ennegrecidos que la corriente no alcanza a devorar.

Los pequeños afluentes del río de Fuego producen un siseo intenso cuando desembocan, y en un instante son ríos en el viento, que ascienden a sumarse al mar de las nubes.

Río Noche

A veces es tan oscuro el traje del río que nadie puede ver a través de él, excepto la Luna, que desciende, llena o nueva, a pintar de plata la superficie del agua, los fantasmas de las orillas.

En cuanto la Luna se aleja, pueden distinguirse las estrellas, que en realidad son los ojos de los peces. A las piedras del lecho se suman las sombras de las piedras, y las sombras de los árboles, que el río bebe a cualquier hora.

A sus bañistas los sorprende el sueño, los asalta el miedo, y mil emociones diversas, porque el río Noche es el lugar donde todo acontece: muertes y nacimientos, dolores y deseos, abrazos y soledades, las cosas mejores y peores. Algunas veces se congestiona de tantos sueños como arrastra en sus crecidas.

El río Noche palpita y fluye a través de un valle hermoso y terrible, mientras el mundo parece dormir, y pueden no tener fin su crueldad o su fiesta. Pero luego de todos los pesares, o de los sueños cumplidos, en ningún otro lugar desemboca sino en el amanecer.

Río Silencio

En el paisaje de su nacimiento —blanco de hielo y soledad, montañas taciturnas—, incluso el viento avanza descalzo, para no turbar la paz de gotas que tomaron aliento desde la Cueva de la Nada, en el corazón del glaciar. Cuando se lanza entre los riscos, él mismo se sorprende de caer, pues no se anuncia con el ruido sordo de otros ríos, sino con música perceptible por seres que callan.

En la cascada del río Silencio, las aguas se precipitan y aparentan desaparecer; pero sólo su voz desaparece. Tal acontecimiento aterroriza a veces a seres humanos y animales, poco dados a la quietud. En cuanto se acercan a las ondas de Silencio, empiezan a presentir una garra que aguarda la sangre de sus entrañas. O, en contraste con el exterior demasiado quieto, miles de voces quieren hacerse notar a toda costa; de lo cual resulta el desconcierto y el grito.

Hay quienes realizan frecuentes abluciones a orillas de Silencio; víctimas y victimarios arrojan sus dolores y sus crímenes cuando nadie lo advierte, con la peregrina ilusión de olvidar. Incluso hay amores extraviados e imposibles que únicamente tendrán lugar entre los meandros del río; deseos que se convierten en ovas y algas, sedimentos que alimentan el cauce.

Se ha hecho lugar común afirmar que este río otorga, cuando sabe lo mismo negar que culpar, ignorar que ahogar. Mas todas esas tragedias no le pertenecen; las acarrean los hombres hasta el río, porque nada es más fresco y generoso que sus aguas. Se cuenta de tesoros fabulosos, de alegrías perdidas y caricias nunca dadas… En los espejos de Silencio habitan seres del pasado y del futuro, seres verdaderos que nunca imaginamos. Allí permanecen, mientras nosotros nos alejamos del río; allí, pacientes, esperando.

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